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Jesús y La Divinidad

  • Juan B Mejía V
  • 15 oct 2018
  • 4 Min. de lectura

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Una cuestión que eluden reiterativamente los cristianos, y en general todas las religiones, es el conocimiento de Dios. Incluso, la imagen que de La Divinidad se presenta ha sido antropomorfizada, se le han incorporado a Dios los atributos de los humanos, en lugar de atribuir a los humanos las características de Dios, puesto que hemos sido generados a imagen y semejanza de Él.

Es tal el miedo que muestran los jerarcas, para discernir acerca de la naturaleza real de La Divinidad, que instruyen a sus fieles para que no pregunten, ni investiguen, ni piensen sobre este tema, sino que más bien acepten como dogma de fe, lo que sobre esto expresan ellos.

Algunas sectas religiosas, en su desconocimiento y desorientación, han llegado a difundir una atrocidad tremenda: Que Jesús es Dios, algo que carece de toda lógica; ya que si Dios es el creador del mundo, ¿cómo podría un ser humano que vivió hace dos mil años, crear el mundo que tiene alrededor de 14.000 millones de años de existencia?

No obstante, el mismo Jesús nos da una mejor idea de Dios en los Evangelios, pero debido a malas interpretaciones y en razón a los sublimes designios que para la humanidad, que en palabras de Jesús, comunica esta concepción de La Divinidad, los jerarcas han preferido entregar al mundo una versión tergiversada y oscura de Dios.

Jesús habla de Dios de forma indirecta y práctica, pero también continua y permanente. Siempre que se refiere a Él, lo hace por medio de referencias a las personas, no habla de Dios como un tema separado de estas. Para Jesús, Dios es el eje y centro de su vida; revela a Dios al anunciar su reino, y habla de un Dios que interviene en la historia, que ama profundamente a los seres humanos, porque tiene un plan de evolución para todos y cada uno de ellos.

Dios aparece como liberación en el Éxodo, como justicia en los profetas, como fidelidad y misericordia en todo momento; es decir, como un Dios benefactor. La pura existencia de un Dios ajeno al mundo, no interesa a Jesús. El Dios que Jesús anuncia es un Dios para las personas, que interviene en forma decisiva en la vida y trascendencia de la humanidad.

Pero Jesús no sólo habla; no es un mero maestro teórico, sino que habla y actúa. Como los profetas, acompaña sus palabras de signos que las aclaran y expresan su experiencia de Dios. Jesús come con pecadores y publicanos, expulsa a los vendedores del templo, confraterniza con los sufrientes, etc.; realiza milagros como signos reales de la presencia de Dios, en una historia marcada por el dolor humano. Toda la vida de Jesús, sus palabras y sus gestos, se convierte en una gran parábola que habla de Dios, fundamento y esperanza de toda su existencia. Jesús no es un teórico que hable de Dios o en torno a Dios. El misterio esencial de Jesús es que hace presente la realidad de Dios, apremia a poner la vida al servicio de esta causa.

En el centro de la experiencia de Dios por parte de Jesús, está la paradoja de un contraste. Por una parte, la realidad del mal, del dolor, de la injusticia, que rigen en el mundo. Por otra, la realidad de Dios como Padre, como amor que afirma la vida y quiere que todos los humanos alcancen la plenitud. Cuando se toma absolutamente en serio a Dios como Padre de todos los humanos —como hace Jesús— se cae en la cuenta de que su realidad es negada en el mundo y su soberanía no aceptada. Por eso, Jesús reclama y afirma la presencia de Dios y llama a la conversión, al cambio personal y colectivo.

Jesús ve siempre a Dios en su relación con las personas, y a éstas a la luz de su relación con Dios. La causa de Dios es la causa de los seres humanos. Dios no es una cuestión teórica, sino interpelante y comprometedora. Dios no es un objeto sobre el que se habla, sino una experiencia profunda que ha de vivirse a conciencia, que exige fidelidad, compromiso y persistencia en su causa.

Para Jesús no existe un espacio religioso privilegiado y autónomo, al margen y por encima de la relación interhumana. La revelación de Dios en la historia no es nunca mensaje puro, sino que se realiza siempre a través de hechos y de palabras; éstos interpretan y aclaran el sentido.

Jesús no renueva los milagros del Éxodo, ni hace milagros para castigar a los incrédulos, ni pretende con ellos convencer a los dubitativos, ni buscar reconocimiento para su persona, ni facilitar su tarea, que consiste en liberar a la humanidad de las fuerzas que le oprimen y sofocan su dignidad, restituir su integridad, comunicar vida, dar pan a las multitudes necesitadas, despertar la conciencia de su dignidad a un hombre despreciado o a una mujer de mala fama. Donde se realiza la justicia y surge la libertad, donde un hombre o una mujer recuperan su dignidad, donde se comunica vida, allí se realiza la presencia de Dios.

Jesús anuncia a un Dios que se manifiesta en la historia y a través de la historia; que tiene un proyecto de vida en plenitud para todos los seres humanos; que apremia a cambiar la realidad presidida por el error, la enfermedad por la muerte, para que el reino de Dios, su amor liberador, vaya restableciéndose en el mundo.

Dice Jesús: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, que lo demás os será dado por añadidura.” Busquemos entonces la justicia, sigamos el ejemplo de Jesús y apropiémonos de esa imagen de un Dios vivo que nos invita a participar de su reino, pidiendo a cambio tan sólo que enderecemos nuestros pasos hacia Él, dejando de lado la lujuria, el odio, la emotividad, el egoísmo, los celos, y toda esa cantidad de necedades que nos alejan de la senda evolutiva, que nos apartan del camino hacia La Divinidad.

 
 
 

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