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Pareja y semilla

  • Juan B Mejía V
  • 29 nov 2018
  • 5 Min. de lectura

El Universo es bipolar; es una ley ineludible. En todo y para todo, se requiere la manifestación de dos polaridades: electricidad y magnetismo, órganos de reproducción, luz y sombra, noche y día, pleamar y bajamar, etc. Para que la vida pueda expresarse, deben conjugarse las dos polaridades correspondientes: positivo y negativo, pistilos y estambres, hembra y macho, hombre y mujer.

La tendencia de la vida es a perpetuarse, y para ello ha dotado a los seres vivos con impulsos poderosos que los mueven a unirse una polaridad positiva con otra negativa, dando lugar a nuevos individuos. Esto puede observarse en el afán reproductivo de las plantas, que se valen de ingeniosas técnicas para esparcir el polen a fin de fecundar a otras, y atraer el polen de otras para ser fecundadas. Los animales tienen una época de brama o de celo, en la que las hembras son aptas para ser fecundadas, y despliegan sus técnicas para atraer a la otra polaridad, para completar entre ambos el ciclo de la perpetuación de la vida. Los humanos somos los únicos seres dentro de este esquema, que tenemos mayor libertad tanto en este aspecto, como en todos los demás; pero hemos hecho mal uso de esta libertad, y esta es una fuente generadora de desequilibrios, dificultades, desavenencias, trastornos, malestares.

Algo que pasa desapercibido para la mayoría de las personas, quizás por su sencillez y cotidianeidad, es el inmenso poder que se encuentra latente en el interior de una pequeña semilla. En ella está la vida en forma potencial, y es el vehículo por medio del cual se transmite la vida para la perpetuación de la especie; sea vegetal, animal o humana.

Con sólo una semilla de cualquier especie, podría poblarse el mundo con la familia a la que corresponda. Por ejemplo, sembramos y cuidamos una semilla de naranjo; esta da lugar a un vigoroso árbol, que cuando crece y florece produce jugosos frutos, los que a su vez contienen multitud de nuevas semillas, que potencialmente pueden dar origen a nuevos árboles, que producirán más semillas. De esta forma va proliferando la producción de naranjas en el planeta a partir de una única semilla, y con ella podría poblarse de naranjos la tierra entera; lo mismo podría hacerse con otra fruta cualquiera.

Igual sucede con los animales y los seres humanos. El macho deposita una semilla en la hembra, después de cierto tiempo esta semilla da lugar a un nuevo ser vivo (animal o humano según el caso); este ser al llegar a la madurez, une su semilla con la de la polaridad complementaria (hembra-macho, hombre-mujer) y así sucesivamente.

Los seres humanos vivimos en una constante búsqueda de la felicidad, que en la etapa más productiva de la vida parece radicar en la completitud, en la conjunción con una persona del sexo opuesto.

Desplegamos nuestras mejores actitudes y aptitudes en la acción de atraer a nuestra(o) posible compañera(o) sentimental, llevamos a cabo diversos rituales de cortejo para conquistarla(o), y en el mejor de los casos, llegamos al altar o ante el funcionario público correspondiente, para sellar una unión que según la tradición, debe durar “hasta que la muerte los separe”, pero que en la actualidad es más efímera que un suspiro.

Cuando una pareja se encuentra y hay “química” entre ambos, parece que estuvieran en el paraíso. Todo es color de rosa, ambos sienten como si tuvieran a su lado a la persona más encantadora del mundo.

La pareja vive en la temporada del noviazgo o relación prematrimonial, en un estado de goce, de plenitud tal, que les hace sentir que no pueden vivir el uno sin el otro, y que necesitan unir sus existencias para que esa felicidad que los embarga se haga más grande y duradera.

Esta maravillosa experiencia va creciendo en intensidad, y la felicidad que les embarga es tan grande que quienes los observan, a menudo se contagian de este bello sentimiento. El magnetismo que fluye entre los dos impregna sus acciones, actitudes, palabras y sensaciones de tal forma, que ven y sienten la vida desde una óptica diferente, más plena, más placentera, más hermosa, y parece contagiarse a quienes se acercan a ellos.

Estar enamorado es algo tan maravilloso, que uno se siente transportado a un mundo mágico en el que todo es posible; somos capaces de realizar acciones que en otro momento nos parecían imposibles; percibimos aspectos de la vida que antes nos pasaban desapercibidos; es como estar bajo el efecto de un poderoso narcótico que nos hace insensibles a muchas cosas desagradables y dolorosas, y más sensibles a cosas más sencillas. Por ejemplo, en este embriagador estado, disfrutamos plenamente de la alegría e inocencia de los niños, nos arrobamos con enorme placer en un paisaje o una obra de arte, sentimos más intensamente el dolor ajeno, vivimos más activamente el espíritu de caridad.

Es normal que en la vida de pareja se presenten altibajos, pues se trata de la interrelación de dos personas que vienen acostumbradas a actuar de una forma, debido a que antes no estaban sujetas a compromisos de este orden, y la nueva situación les impone costumbres y restricciones de un nivel distinto.

Pero al contrario de lo deseado, la felicidad parece apagarse con la convivencia, el goce parece convertirse en sufrimiento, y la armonía que antes era la tónica de su compartir, ahora se transforma en antagonismo y disgustos.

Presa del dolor y embargados de tristeza se preguntan: ¿Qué sucedió? ¿A dónde se fue nuestra felicidad? ¿Por qué ha sido tan efímero nuestro goce? ¿No es la vida de pareja el estado más aconsejable para las personas? ¿Por qué se acabó tan inmenso amor?

No era amor, era sexo lo que les unía. Centraron su felicidad en el goce desenfrenado de los placeres carnales, y cuando se agotó la energía, los invadió el hastío, los dominó la emotividad, los separó la lujuria. Dejaron a un lado el romance, las caricias, las palabras dulces, y se entregaron al abuso del sexo, lo que les condujo a la separación, a las desavenencias, a odios y rencores.

El sexo es sagrado; es la dádiva más grande que nos proporciona la Divinidad, con el fin de que seamos cocreadores con Él, en el momento de dar vida a un hijo; también con el objeto de que por medio de esta poderosa energía, podamos regenerarnos tanto física como espiritualmente, cuando no la empleamos en la generación de vida, ni la malgastamos en abusos o excesos.

La potencia sexual es una poderosa fuerza que la naturaleza ha establecido para perpetuar la vida. En esta medida, impulsa a todos los seres vivos (plantas, animales, seres humanos) hacia el ejercicio de la reproducción. Es una fuerza que se manifiesta como instinto, y es natural en cuanto tiene una finalidad específica en el magno concierto de la evolución del Universo.

Abusando del libre albedrío, los seres humanos hemos dado a esta sagrada energía un empleo contrario al establecido por las leyes divinas, y así caemos en excesos y abusos que nos degradan día a día, hundiéndonos en abismos sin fin. Y mientras más abusamos de ella, más ansiosos nos sentimos por seguirnos desgastando, aunque también nos sentimos más miserables, asqueados, confundidos, desesperados.

El abuso del sexo, el desgaste inmoderado de la energía de la semilla, es lo que hace que las relaciones de pareja lleguen a un final tormentoso, a que no se aguanten el uno al otro, a que haya tanto dolor y odio entre personas que antes se amaban profundamente. Al agotarse la fuente de la vida, al dilapidar la poderosa energía generadora, la pareja va perdiendo el magnetismo que les unía, y terminan como enemigos furibundos que no quieren saber más el uno del otro.

Si las parejas comprendieran este profundo secreto, si analizaran las cosas calmadamente, si modificaran su comportamiento sexual y en lugar de derrochar sus preciosas energías, se dedicaran a darse cariño, ternura, caricias exentas de lujuria, que predominaran entre ellos más la camaradería y la amistad que el disfrute sexual, su relación podría llegar a ser más duradera y armoniosa. Hagan la prueba; bien vale la pena intentarlo.

 
 
 

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