La búsqueda del Infinito
- Juan B Mejía V
- 17 may 2019
- 5 Min. de lectura
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En el largo y penoso devenir de las edades, llega para cada ser humano un momento en el que comenzamos a intuir, aunque de forma muy vaga al principio, y luego con mayor claridad, nuestra verdadera naturaleza, nuestra esencia divina.
Ocasionalmente, esta se deja entrever a través de la realidad aparente del mundo material, y otras veces aparece difusa entre las apariencias de diversos fenómenos. En esos fugaces momentos, intuimos que dentro de cada uno hay un mundo desconocido, una realidad más trascendente que se vislumbra y se muestra como más real que la realidad física. Y esa realidad ejerce presión en nosotros para que la descubramos, para que busquemos la luz que ha de iluminar nuestra senda evolutiva, que ha de conducirnos hacia el encuentro con nuestro Ego[1], nuestro Yo Superior, nuestro Espíritu encarnado.
Para conseguirlo, sabemos que debemos perfeccionarnos en tiempo y espacio. Ya no nos bastan las teorías ni los dogmas ni los conocimientos espirituales, aspiramos a algo más sublime que sabemos que está muy adentro de nosotros, y que debemos pasar de la letra a la acción para poder obtener realizaciones prácticas, que nos afirmen en el camino de la sabiduría y de la evolución sensoconsciente.
Lo que hasta ahora fueron conocimientos inertes, palabras sin vida, comienza a tomar forma viva y se convierte en fuego abrazador, que nos impulsa a convertir esos conocimientos en sabiduría que nos transforme, que nos eleve, que nos convierta en canales de las energías divinas, para que ellas circulen a través nuestro y se difundan hacia la humanidad, con un mensaje de amor, de armonía, de bondad. En ese momento comenzamos a ser conscientes de las fuerzas evolutivas que circulan en el universo, y dentro de las cuales estamos sumergidos, y con las que comenzamos a colaborar activamente para iniciar el camino de ascenso hacia La Divinidad.
Estamos a punto de poner un pie en el sendero evolutivo, en la senda del despertar, y nos convertimos en aspirantes a la vida espiritual, ya que aspirar es la nota clave de la evolución, es una exigencia incesante del alma que pide respuestas y genera profundas transformaciones, disminuyendo la influencia de la personalidad, para entregar el poder al Ego, al Yo Superior, que es el director de orquesta, que es el verdadero comandante de nuestro destino. Desde ese momento comenzamos a sentir la imperiosa necesidad de cuidarnos, de purificarnos, de reformarnos para ser más dignos de las energías que comienzan a fluir hacia nosotros.
Es el momento en que adquirimos una visión clara y objetiva del camino que nos proponemos seguir, y debemos tomarlo sin ilusiones, pero con una visión esclarecida y el ánimo resuelto y preparado.
El camino del aspirante no es fácil ni simple. Es una senda compleja que exige constancia y firmeza de propósitos, siendo este el más bello y luminoso trabajo que las personas puedan emprender, ya que para esta finalidad fuimos emanados de La Divinidad, y por esta causa somos copartícipes del Plan Divino.
Algunos piensan que este proceso de transformación significa "renuncia", "mortificación", "destrucción". En realidad se trata de examinar la propia personalidad, a fin de corregir los defectos, desarrollar las cualidades preponderantes y coordinar las energías psíquicas, lo cual no implica destrucción o anulación, sino un camino de reorientación hacia aspectos más elevados y positivos; es más bien una toma de consciencia de que transitábamos una senda equivocada, y ahora retomamos el camino correcto.
Nuestra personalidad se compone de energías (mentales, emocionales y etéricas) que no son ni buenas ni malas, sino neutras. El uso que de ellas hacemos es lo que las caracteriza como positivas o negativas.
Nada existe en el ser humano, sea sustancia, facultad o potencialidad que sea mala en sí misma. Tanto el mayor santo como el mayor pecador, están conformados por los mismos elementos. En ningún santo falta después de la conversión, nada que no estuviera antes en su esencia. La diferencia entre la maldad y la bondad no consiste en la presencia o ausencia, en la preservación o destrucción de cualquier cosa que está en nosotros, el mal, sino en el correcto o erróneo uso que hacemos de las facultades que La Divinidad nos dio.
Todo poder, toda facultad, todo don de nuestra naturaleza nos fue concedido para el bien. Todo nos fue otorgado para el servicio de La Divinidad, y todo puede ser utilizado para servirle a través del servicio a la humanidad. En otras palabras, los elementos que componen nuestra personalidad, son solamente fuerzas que podemos utilizar con fines evolutivos, para el bien. De hecho, esto se verifica cuando el Ego, el verdadero Yo, toma el control de su instrumento y lo utiliza para el servicio de la humanidad y los fines espirituales para los cuales hemos sido puestos en este planeta.
No es que exista en las personas algo de perversos; se trata sólo de una actitud errada que nos identifica con el lado ilusorio e irreal de la vida, y que inevitablemente nos lleva a cometer errores. En sentido estricto, el mal no existe; es tan sólo ignorancia, que conduce a la inconciencia y nos aleja de la luz.
Por lo tanto, cuando una persona, después de pasar por diversas experiencias que la empujan a madurar, despierta y toma conocimiento de su verdadera naturaleza y del verdadero y elevado objetivo de su existencia, no necesita destruir nada; tan sólo canalizar y reorientar sus energías y facultades para el verdadero y elevado objetivo; o sea para la luz, el progreso y el bien de la humanidad.
Ciertamente hay momentos en los que se puede generar lucha y conflicto al interior de nosotros, hasta que la voluntad asume plenamente el control de las energías personales, con el fin de dirigirlas y canalizarlas hacia los nuevos y excitantes objetivos.
Aunque puede presentarse un período de represión y disciplina, esto no significa que haya de haber destrucción o anulación; tan sólo cambio en los comportamientos, para orientarlos hacia los fines trascendentes.
Cuando nos esforzamos para dominarnos, estamos intentando un nuevo orden, una nueva dirección para nuestras fuerzas psíquicas, lo cual puede parecer opresivo, visto desde la óptica de la personalidad, que ahora se siente disminuida e incita a la mente a sabotear el trabajo interno. Si tenemos claridad en esto, será más fácil superar algunos obstáculos que a veces surgen cuando acometemos esta obra de aspiración y transformación.
Este impulso de crecimiento interior que surge en las personas, es el que nos conduce a nuevos estados de conciencia, a madurar, a conquistar metas trascendentes, para dar expresión más elevada a nuestra naturaleza espiritual.
Superados los escollos iniciales, nos embarga un sentimiento de plenitud, de felicidad, de armonía, porque sentimos que nos estamos liberando de la cárcel, en la que nos tenían confinados la ignorancia y el conflicto generado por los atractivos de lo material, y esta plenitud nos permite expresar la alegría de saber que estamos avanzando por la senda correcta.
Para mantener esta actitud positiva, se requiere tener bien definida la meta final, mantener la imagen clara del divino ideal que perseguimos, aplicar el discernimiento para establecer cuál es el siguiente paso, y reconocer los diversos grados de ascenso, antes de llegar a la cima.
El aspirante espiritual sabe que la ruta es larga y ardua, y no tiene ilusiones de poder recorrerla con precipitación y rapidez; sabe con claridad que es una labor que toma varias encarnaciones, pero la alegría de haber comenzado a recorrer el camino, le estimula para tener confianza en sus logros y avances.
Para mantener la firmeza de propósitos y fijeza de objetivos, se requiere caminar, sin temores, sin afanes, con constancia, confianza y coraje, teniendo siempre delante de los ojos y de la mente, la expresión del ideal forjado, que nos acompañará paso a paso, en dirección a la Luz.
[1] En la terminología esotérica, Ego significa “centro de consciencia”, el Yo superior. Lo que la psicología comúnmente denomina ego, es realmente la personalidad.
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